RUILOBA: DESDE EL SELMO AL AMOR DE LA LUMBRE
Es temprano. El sol ilumina débilmente aún el caserío. Destacan las torres blanquecinas de la iglesia, la ermita del Remedio y el convento de las monjas.
El mar, de un azul desvaído, rumorea incesante. Los eucaliptos inundan el paisaje de un verde intenso con sus copas apretadas. La mies y la marina nos muestran su cara más suave.
Al fondo, hacia el oeste, la silueta de Oyambre y la roja mole del Seminario. Los Picos de Europa insinúan tímidamente las primeras nieves. Tras de mí, hacia el monte, el tintineo de unas ovejas. Una brisa fresca me acaricia a ráfagas tenues.
La paz más absoluta. El eco de un recreo y el humo de algunas chimeneas. He aquí la estampa feliz de este trocito de cielo hacia el que me elevan las torres de Ruiloba y despiertan en mí entrañables recuerdos de infancia.
Subir al Selmo era una de nuestras escapadas preferidas. Era muy simple. Disponíamos de todo el tiempo del mundo y no nos hacía falta ni pedir permiso. A alguien se le ocurría "¿por qué no subimos al Selmo?" y en un santiamén estábamos monte arriba... Y qué hermosura brincar de piedra en piedra y, jadeantes aún, contemplar el pueblo desde allí arriba. Habíamos superado los límites, la aventura estaba servida...